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Judith

JUDITH



La vida a veces nos aturde, y este desconcierto nos hace ver las cosas de manera oscura, o al menos, no hacerlo con la suficiente claridad.

Desde niña, mi madre me contaba lo importante que era el nombre elegido para cada persona, yo la creí, me llenó la cabeza de pájaros sobre la bíblica Judith, y que yo estaba destinada a lograr cosas importantes en mi existencia, pero lejos de todo eso, mi vida ha sido un despropósito tras otro, un fracaso sumado al anterior, y así en una espiral a la que nunca veía final.

Tengo cincuenta años, estoy convencida de que ya he vivido una gran parte de mi vida y por ello al hacer balance de esta, me doy cuenta de mis errores, pero sobre todo, de aquellas situaciones en las que me he visto involucrado involuntariamente.

Sí, soy una mujer de carácter, muy decidida, de las que le gusta tomar decisiones, cosa que está bien, si no fuera porque soy mujer irreflexiva y sin filtros.

A los dieciochos años, cuando ya tenía decidido lo que quería hacer con mi vida, la universidad a la que quería ir, la carrera que quería estudiar, y en casa me aplaudían y me apoyaban, conocí a Alberto, el padre de mis dos hijos, lo dejé todo, olvidé mi formación y me dediqué en cuerpo y alma a cumplir mis caprichos, y adorarlo a él como si de mi dios particular se tratara.

El espejismo duró hasta quedarme en estado de mi segundo hijo, él, o había dejado de estar enamorado de mí, o le sobrepasó la responsabilidad, pero una noche no vino a dormir, y a partir de ese momento, todo se me hizo muy cuesta arriba, el día que nació Hugo, en la habitación del hospital, ya me informó de su intención de divorciarse de mí, yo me quedé sola, con dos niños y apenas veintidós años recién cumplidos.

De esto nació una mujer nueva, le eché a la vida un par de ovarios y de aquí salió la Judith mas genuina, la mejor imagen de mi persona.

Fueron media docena de años duros, pero gratificantes, me volqué en mis hijos, en su educación y aunque para ello tuve que trabajar duro dentro y fuera de casa. Ya cerca de la treintena, me convertí en el tipo de mujer que me llenaba de satisfacción.

Hugo ya tenia mas de seis años Iván, tenía recién cumplidos los ocho y si a esto le sumamos que era una mujer joven, con inquietudes, y claro está, alguna necesidades abandonadas; empujada por mi madre con el compromiso de quedarse a cargo de los niños, empecé a salir algún sábado.

No, no buscaba desfasar, solo salir a merendar con alguna amiga, ir a ver alguna película de estreno, salir de compras y poco más.

La vida está clara que nos depara, lo que el destino nos tienes preparados, yo al menos así lo pienso y así apareció Pedro en mi vida.

Siempre he sido muy patosa, estaba con Elena en una cafetería y me levanté de la mesa para pedir un vaso de agua, al darme la vuelta lo derramé sobre un hombre que pasaba tras de mí, ese hombre era Pedro y así cruzamos nuestras vidas.

Él ha sido lo mas parecido a un padre que mis hijos han conocido, era cariñoso conmigo, juguetón con ellos, y amable en general con todo el mundo. Era un hombre sin dobleces, no sabía lo que era la maldad, si tuviera que definirlo de alguna manera…, creo que era un ángel que había venido a este mundo para cuidar de mí.

Todo me sonreí en la vida, era feliz, es cierto que tal vez Pedro no fuera un bellezón, su belleza interna era mucho mejor que todo ello, pero lo que desconocía es que este estado de felicidad que la vida me otorgaba, tenia fecha de caducidad, y para él, la vida no fue demasiado generosa.

Una mañana, a mitad de la jornada, recibí una llamada desde la fábrica donde trabaja, al parecer había tenido un accidente y le habían llevado al hospital.

No reaccioné de manera alguna, llamé a mi madre para que se hiciera cargo de los niños y salí pitando para el hospital.

Solo pude llegar a despedirme de él.

Entre susurros, me deseo lo mejor en la vida.

—Judith, eres una mujer joven, te mereces lo mejor, no dejes de luchar por ello.

Murió momentos después en mis brazos, entre montones de máquinas que empezaron a hacer ruido con un pitido, que se metió en mis oídos y que jamás conseguiré sacarlo de ellos.

Me sacaron de allí, no era consciente de lo que estaba ocurriendo, solo que en la puerta un hombre de alrededor de los cincuenta me acogió en sus brazos.

—Lo siento mucho, soy Eduardo, el dueño de la fábrica, yo mismo lo he acompañado al hospital, ha sido un fatal accidente.

Ya dije antes que no tengo filtros y lejos de abofetear o despreciar a este hombre, de alguna manera causante del dolor más intenso que he tenido en mi existencia, me rompí y lloré amargamente en sus brazos.

*****

Sí, al nacer nos asignan un nombre, se hace a la ligera, en función de modas, gustos personales o como homenaje a algún familiar. Esto marca nuestra existencia, en algunos casos dicen ¡Cómo se aparece a su abuela!, creo que la genética es importante, pero si además heredas su nombre, en el llevas su esencia y yo por mi nombre Judith estaba destinada a echarme en los brazos de mi enemigo, tal y como ocurrió con la Judith bíblica. Apenas tras unos meses de luto, Eduardo comenzó a llamarme. No, desde ese primer abrazo no lo había dejado de hacer, prácticamente el se encargo de todo lo referente al sepelio de Pedro, todo el papeleo para facilitarme la pensión de viudedad, para que yo no me tuviera que molestarme este trance duro y complicado.

—Judith, no te preocupes.

Esa era la coletilla que mencionaba cada vez que me llamaba para rematar algún papeleo.

Cuatro meses después tuve que ir a la fabrica a firmar no sé que papel, para mi fue un momento muy duro, obre todo ir a aquel sitio, que le había costado la vida.

Eduardo me recibió en su despacho, andaba muy baja de ánimos, no entendía como la vida había podido ser tan cruel conmigo, No sé, si fue algo preparado, o vino de manera circunstancia, era mediodía y Eduardo dado mi estado de ánimos me invitó a comer en un restaurante cercano.

—No, no, no estoy de ánimos.

—Por eso mismo mujer, comer tienes que comer, y ¡qué mas da, donde lo hagas!

Me dejé convencer, compartí mesa y mantel con Eduardo, y de esa comida, el don en el tratamiento desapareció.

A partir de ese día, me llamó a diario, comenzamos a vernos, era amable, cariñoso, me hablaba en un tono muy bajito, muy íntimo, alababa la buena persona que era Pedro y así un día y otro y cuando me quise dar cuenta, ya metida en la cuarentena me vi, con un anillo en el dedo anular y comprometida con él.

No fui consciente de mis actos, no estaba enamorada, solo me dejé arrastrar por mi necesidad de no estar sola.

Mi madre me avisó, mis hijos le miraban con recelo y claro no fue una buena manera de comenzar una nueva vida.

Eduardo…, tampoco es un hombre de mucha paciencia, y en pocos meses me mostro la cara más desagradable de su ser.

Dejo de ser compresivo y comenzó a exigir.

—Si no eres capaz de mantenerme los trajes en condiciones, por lo menos los podrías llevar al tinte.

Yo traté de ponerme las pilas, pero lejos de convertirme en la mujer entera, y muy capaz que fui tras la separación del padre de mis hijos, era una mujer vencida, destruida, sin ánimos, ni fuerzas para nada.

En pocos meses, reconozco que me convertí en un alma en pena, deambulando por esa casa fría y desconocida para mí, y en mi interior, ante las exigencias de Eduardo, me sublevé, poco a poco, reconocí en Eduardo el enemigo, el culpable de la muerte de mi gran amor Pedro, y él a la vez ante mi displicencia, se volvió déspota y desagradable.

Sí, primero llegaron las voces, las acusaciones de inútil, vaga, cerda.

En un principio me eran indiferentes, yo seguía en mi mundo interior, sufriendo con mi desdicha, y poco me importaban las voces y gritos.

—Judith, hija, vuelve a casa y divórciate de este hombre, aquí tú no haces nada.

Todo me era indiferente, oía, pero no escuchaba, y entre tanto, aparecieron los primeros empujones, poco después el primer bofetón y la aparición de grandes gafas de sol y maquillajes oscuros que simularan marcas.

—Judith hija, tú nunca te has maquillado, ¿Qué ocurre?, ¡necesitas ayuda!, ¡no estás sola!, tienes a tu familia, confía en mí.

Así transcurrieron los meses, casi dos años desde que me casé, fueron dos años en los que creo que no viví, dejaba pasar los días, los meses, sin apenas transitar por ellos.

*****

Un día me desperté en el hospital, tenía las muñecas vendadas, estaba inmovilizada por los brazos, a mi lado mi madre lloraba.

—¿Dónde estoy?, ¿qué ha ocurrido?

Mi madre se sobrepuso, a la impresión de verme despierta y tras llorar un rato abrazada a mí, me contó:

“Te encontró Iván tirada en el suelo del baño, estabas inconsciente en medio de un charco de sangre, las muñecas abiertas con media docena de rajas, el estómago cargado de barbitúricos y la cara golpeada con saña, alguna costilla fracturada y una pierna rota”.

—Sí, estaba mal, creo que tomé las pastilla, estaba….

—Judith, deja de hacer el paripé, en cuanto llegó la ambulancia, los sanitarios pusieron en marcha el protocolo de malos tratos, enseguida llegó la policia y Eduardo lo confesó todo de plano.

—Yo, yo…

—¿Por qué has aguantado tanto?, ¿por qué no has pedido ayuda, ¿por qué no te viniste conmigo cuando te lo dije?


*****

Tanta pregunta me abrumó, recordé el origen bíblico de mi nombre, cómo hace miles de año, Judith, haciéndose pasar por enamorada del enemigo de su pueblo, lo emborrachó y después lo decapitó.

Así es como yo me siento ahora, decapitada pero fuerte.

Recuerdo aquella mujer que fui, aquella que, a los casi treinta años de edad, se enfrentó a la vida con dos hijos pequeños y sola.

Sí esto solo es un mal paso en mi vida, sé que nuevamente la mujer que hay dentro de mí, puede florecer y empezar de nuevo, sé que hoy una mujer que ha estado dejando pasar la vida, la va a coger literalmente por los cuernos y se va a subir sobre ella, la va a vivir intensamente, a disfrutar de los suyos y el futuro dirá lo que deba pasar, ahora le toca la etapa buena, ya se sabe el dicho, una de cal y otra de arena, no se cual es la buena, pero esa es la próxima y no me la pienso perder.

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