Los dos Marcelinos
- pascualmendoza60
- 9 oct 2020
- 7 Min. de lectura
Los dos Marcelinos

Érase una vez una pequeña isla, lo más parecido al paraíso Terrenal en este mundo, una isla cercana al Reino de la Felicidad.
Esta pequeña isla se llamaba isla Edén, de ahí que en ella todos sus habitantes fueran felices, desde el principio de los tiempos.
Eran felices todos, todos menos dos niños, ellos no se conocían, pero tenían algunas cosas en común, la primera era el nombre de ambos, que era Marcelino.
Al sur vivía Linito, le llamaban así, por ser un niño diminuto que, a pesar de sus cinco años de edad, apenas tenía un palmo de altura.
Al norte vivía Linón, que, por el contrario, a pesar de tener también, solo cinco años recién cumplidos, era mucho más alto que la mayoría de los hombres de la isla, y ambos por su estatura eran absolutamente infelices.
Los niños en ambos casos se reían de ellos. De Linito porque era algo tan diminuto que, por nada en el mundo, permitían que se uniera a sus juegos entre otras cosas, por el peligro de poder pisarlo y hacerle daño.
Linón sin embargo era todo lo contrario, era como un pequeño hipopótamo, por allí por donde iba, siempre hacía alguna de las suyas, su cuerpo era tan grande que, aún sin pretenderlo, siempre rompía alguna cosa y era el hazme reír de sus compañeros, iban corriendo detrás de él, trataban de empujarle a ver si conseguían moverlo.
Linón que, a pesar de ser tan grande, tenía un alma noble y procuraba siempre ser muy comedido en todos sus hechos, para no hacer daño a ninguno de sus compañeros, aunque fuese el juguete de todos y así tener que aguantar sus burlas y juegos.
Aunque Linón, fuese el niño del que todos se reían, ni Linón ni Linito, eran felices, ellos no tenían la culpa de haber nacido de este modo, y ea así como muchas veces lloraban en la oscuridad de sus habitaciones, preguntándose ¿Por qué han nacido así?, ¿Por qué no eran como los demás niños?, y así poder jugar con ellos sin ningún tipo de problemas.
A pesar de estar rodeados de otros niños, ambos se sentían absolutamente solos, no tenían amigos con los que jugar, no tenían amigos con los que hablar, eran profundamente desdichados en una isla que se llamaba Edén y en la que todos sus habitantes eran sumamente felices.
Pero el destino a veces juega buenas pasadas, y un día que ambos acudieron con sus mamás al mercado, se encontraron en la plaza.
Los dos se miraron en un principio, era una mirada un tanto de desconfianza, una mirada mientras para sus adentros pensaba:
¡Es como yo, pero al contrario!, él es grandón y gordote, pensaba Linito.
¡Es muy chiquitito como si fuese una hormiguita! Pensaba Linón.
Pero en esa primera mirada, los dos entendieron que estaban destinados a ser grandes amigos.
Mientras sus mamás compraban ellos se sentaron en el borde de la fuente, a Linito le costó trabajo poder saltar, hasta quedar sentado en el poyete, aunque el borde de la fuente no tenía más que un palmo.
Limón sin embargo al sentarse, daba la impresión de que iba a hundir en el suelo.
En la pequeña distancia que los separaba, sin darse cuenta ambos se percataron de que habían unido poquito a poquito sus manos, hasta casi tocarse.
Entonces se miraron a los ojos, aunque desde esa diferencia de altura fuera algo complicado.
Ambos se pusieron a habla y así fue como se enteraron de que ambos tenían el mismo nombre.
Esto fue una especie de juramento, para que, a pesar de los pesares, uno y otro, pudiesen tener una vida de lo más normal.
Los dos niños estaban muy contentos de haberse encontrado y aún desconocían que lo más grande de esa jornada aún estaban por ocurrir.
Pasó pocos minutos después, cuando alguien gritó:
— ¡Al ladrón!, ¡al ladrón1. ¡al ladrón!
Se trataba del joyero de la villa, que salió a la puerta de su establecimiento gritando que le habían robado, había cogido de la oreja a uno de los niños, mientas este gritaba a la vez que lloraba.
—¡Yo no he sido!, ¡yo no he sido!, yo no tengo la culpa, yo solo estaba aquí. Mientras esto ocurría, alguien se acercaba a toda la carrera a la fuente, era un hombre con cara de malvado, venía corriendo, alejándose del lugar donde se había cometido el robo.
En ese momento Linón se levantó y se puso por delante, era como un muro infranqueable y él ladrón que en la huida corría mirando hacia atrás, se tropezó con Linón y cayó al suelo, Linón simplemente se echó encima de él, mientras este le gritaba:
—¡Quita que yo no he hecho nada! Déjame irme, yo no he robado a nadie. Entonces Linito, con su pequeño tamaño, se metió entre el cuerpo y la chaqueta del ladrón buscó en el bolsillo interior de su chaleco, encontró una pulsera mientras gritaba:
—¡Aquí está! él tiene lo que ha robado.
Era tan chiquitito que, ni sus palabras se oían, ni a él se le veía entre la masa de carne que formaba el ladrón y su amigo Linón.
Este al darse cuenta de lo que llevaba entre los dedos el minúsculo Linito, lo cogió en la Palma de la mano y lo levantó.
Entonces, todos lo escucharon claramente.
—Ellos han detenido al ladrón!, ¡ellos han detenido el ladrón!
Todos los niños en ese momento se aglutinaron alrededor del grandullón y el diminuto Marcelino y los dos amigos muy contentos después de haber devuelto la pulsera al joyero, se sintieron los dos seres más felices del mundo.
Ahora en lugar de reírse de ello, los otros niños bailaban a su alrededor, mientras gritaban:
—¡Vivan los Marcelinos, vivan los Marcelino!
Estos por primera vez en su vida al mirase ente ellos se sintieron auténticamente contentos, de divertirse por primera vez con el esto de los niños.
Así fue como los dos niños, después de haber sido el juguete de sus compañeros que hasta eso momento, los habían insultado, que se habían reído de ellos, que los empujaban, adquirieron una notoriedad importante. Marcelinón era el jefe de la banda de los niños de su poblado, Marcelinito, se había convertido en uno más, en el grupo de niños, y ahora en vez de reírse de su diminuto tamaño, los niños de su barrio le adoraban, le protegían, le cuidaban y le obedecían, porque Marcelinito, era el más listo de todos ellos.
A veces las dos bandas se juntaban en la Villa, en la plaza del mercado cuando sus madres iban a comprar, entonces todos los niños de la isla eran sumamente felices jugando los unos con los otros la desdicha de Marcelinón y Marcelinito se había ido para siempre.
Pero siempre hay problemas que acechan, siempre hay problemas que amenazan en el horizonte y así fue como Linón y Linito tuvieron que ir haciendo frente a cada uno de ellos y ser considerado los líderes de la pequeña isla, que os recuerdo se llamaba Edén.
Pero para que ocurrieran los hechos que ahora os voy a contar, hubieron de transcurrir muchos años.
Esta anécdota se cuenta en la isla desde el principio de los tiempos.
En la pequeña isla Edén, a pesar de ser una isla muy tranquila, y en la que casi nunca pasaba nada, esta historia se cuenta de generación en generación y ahora yo os la voy a contar a todos vosotros.
Fue uno de esos días que los dos amigos decidieron juntarse para dar un paseo por el bosque, cuando más tranquilo estaban escuchando cantar a los pájaros, oyeron un grito de una niña.
—¡Socorro, socorro, socorro!
En ese momento los dos amigos se miraron con mirada cautelosa, escucharon como al galope se acercaba un caballo.
Marcelinón ni se lo pensó, subió a Linito a la rama de un árbol para protegerlo y se puso en medio del camino con los brazos levantados.
El caballo al acercarse a él y ver a un gran bulto, ya que Marcelinón se había cubierto con su capa, haciéndole más grande y tenebroso si era posible.
Un niño de ese tamaño tan gigantesco, cubierto con una capa que mantenía con los brazos en alto, era totalmente terrorífico, el caballo se sobresaltó, se encabritó y se levantó sobe las patas, en ese momento el jinete cayó al suelo y rodo, Marcelinón se lanzó encima del jinete, mientras que Linito se dejó caer, sobre el lomo del caballo, al lado de la niña y cogiendo las riendas del mismo, logró controlarle, salvando así a la niña de una caída segura, que le hubiera provocado serios daños, mientras la susurraba al oído:
— ¡Tranquila, tranquila! Ya estás fuera de peligro, estas a salvo.
Linito, consiguió parar el caballo, la ayudó a bajar del mismo y se escondieron detrás de un árbol.
El enfrentamiento entre el niño gigante y el secuestrador de niños fue tremendo se oyeron golpes, ramas que se rompían y al final Marcelinón empezó a gritar.
—¡Socorro!, ¡aquí conmigo!, ¡aquí hay un malvado! ¡Venid a ayudarme!
No tardaron mucho en acercarse varios cazadores que estaban se hallaban cerca en el bosque, cazando para llevar la cena a sus casas.
Así fue como los dos niños capturaron a un malvado, que esa misma mañana había atracado en un barco que había llegado al puerto.
El raptor pretendía llevarse a la niña, para venderla en los puertos de Oriente. En ese momento los dos niños fueron considerados auténticos héroes, y desde entonces, en el centro de la plaza del mercado de la Villa hay una estatua dedicada a los dos Marcelinos a Linón y Linito, allí se refleja al fuerte y alto en pie, con las piernas abiertas y los brazos en jarras y sentado en una sillita, pareciendo un muñequito, al pequeño Marcelino.
Así es amigos como sacamos una conclusión, el tamaño de las personas no importa.
Lo que importa es cómo eres como persona, y si eres buena persona, al final todos te querrán.
Y colorín colorado…, este cuento de Linón y Linito se ha acabado.
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