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Agnes

Agnes




Soy una mujer joven, apenas mediada la veintena, pero con un triste y amargo haber en mi existencia.

A penas tenia uso de razón, cuando mi abuela patena, la figura más cercana a una madre para mí, me lo decía una y otra vez.


—Hija, ojalá me confunda, pero has nacido para ser infeliz y además eres mujer.


Durante muchos años, a pesar de que la frase la tenia grabada en mi mente, como si de una letanía se tratara, fui capaz de entender en profundidad, y en toda su extensión, pero ¡Qué razón tenía!

Sí, mi abuela era como mi madre, de niña tengo ligeros retazos de una madre que me tenía en brazos, creo que más, por alguna foto que, por una evocación real, pero después no recuerdo ese lazo afectivo de ninguna manera.

La mantengo en mi retina postrada en la cama de ese hospital, en el que estuvo enclaustrada los últimos años de su vida, fruto de sus adicciones, y su enfermedad mental agravada por las mismas.

Después…, después y durante años prácticamente dejé de ser niña, adolescente y casi persona, para convertirme, en un ente al servicio de la nueva esposa de mi padre, con la connivencia pasiva de este.

Aquí fue donde empecé a entender eso de ser mujer, durante años, perdí mi identidad, para servir en cuerpo y alma a esa mujer egoísta, ególatra e inhumana, que confundió mi dulzura, mi abnegación y mi manera de ser servicial y entregada, para su propio beneficio.

Cuando Marta entró en nuestras vidas, yo estaba ávida de tener en casa una referencia femenina, añoraba una mujer en casa, una madre que me cuidara y me mimara, y en esta necesidad, pese a tener solo diez años, me volqué en caer bien, en arrimar el hombro, mucho más allá de lo que por mi edad, realmente me correspondía.

Al principio fueron algunos recados, después tareas de la casa, irme acostumbrando a sus manías, pero terminé convirtiéndome, realmente en un esclava doméstica, sin tiempo para mis cosas, para tener amigos, para dedicarme a hobbies, o simplemente cultivarme en alguna cosa en la vida, fuera de lo estrictamente establecido en mis horas lectivas, que eso sí, las llevaba a rajatabla.


—Agnes, hoy cuando salgas del colegio, ¿si no te viene mal me haces el favor…?


Era el preámbulo de cada noche para cargarme de tareas interminables a la jornada siguiente. Al principio lo hacía a espaldas de mi padre haciéndole ver que era cosa mía, ganas de congratularme con ella. Después como muestra de la buena relación y la complicidad que había ente ambas, a última hora…

Sí, a última hora ya no había disimulo alguno, todo era imposición.


—Agnes, mañana “no se te vaya a olvidar pasar por tal sitio”, o “recuerda que tienes…”


Y quejas, muchas quejas por todo, nada hacía como ella quería, todo lo hacía mal.

Seguramente que, en algún momento, salió la parte rebelde y lo hacía adrede, pero al menos de eso, yo no soy consciente.

Así en estas condiciones conocí a Pedro, a Luis, a Andrés, relaciones de pocos meses, apenas avanzaban, en cuanto ella se enteraba o intuía algo, se encargaba de que llegaran a su final, de que no hubiera posibilidad alguna, de que la relación prosperara.

Nunca supe como llegaba a enterarse, sí de alguna de sus malas artes, como usar mi teléfono móvil en algún momento, hacerse pasa por mí y soltar algún improperio para que me dejaran o directamente romper en mi nombre como ocurrió con Andrés, borrar la conversación y bloquearle al mismo tiempo.

Obviamente de todo esto me enteré mucho después, pero ya sin posibilidad de arreglar nada.

Fue entonces cuando apareció Andrei en mi vida, era fuerte, seguro, experimentado, vivido, viajado y sobe todo con mucha labia que supo arrastrarme como quiso.

Yo acababa de cumplir la mayoría de edad, él rozaba la treintena y eso ante mis ojos era un plus a su favor.

Yo tomé precauciones, cada conversación según se producía era borrada, los encuentros casi clandestinos me excitaban, me llevaban a ver la relación como algo más intenso, sin tener claro si se podría volver a producir o mi madrastra, de nuevo utilizando sus malas artes, la llevaría nuevamente al fracaso.

Cada encuentro era una aventura, el dosificaba las cosas, las controlaba y me hacía entregarme cada día un poco más.

Al tercer mes me habló de un proyecto que tenía entre manos, poco más me contó.

A la siguiente ocasión, se limitó a preguntarme.


—Agnes, me quieres hasta el extremo de ser capaz de dejarlo todo para acompañarme. —En ese acento raro de su idioma materno, sonaba a música celestial.

—Claro mi amor, lo eres todo para mí.


No fui capaz de ponderar mi respuesta, estaba enamorada y en estos casos, nada se ve con la medida justa.

Unos días después me propuso irnos de fin de semana a otra ciudad, me lo propuso como un juego, sería la primera vez que viajaba en avión, para ir a Barcelona.

Sería todo un sueño, la primea vez que subía a un avión, la primera vez que vería el mar, que paseara descalza por la arena de la playa, que…

Hoy soy incapaz de concebir como estuve tan ciega, como fui incapaz de percatarme absolutamente de nada.

En el aeropuerto iba ciega, supongo que por la excitación del viaje, de la escapada, de por fin de alguna manera sentirme liberada.

Craso error, cuando me quise dar cuenta estaba en un coche que nos estaba esperando a la salida del aeropuerto, en otro país, donde se hablaba un idioma desconocido.

—Andrei, ¿dónde estamos?

Su respuesta fue un bofetón, no entendí nada, por momento pensé que estaba viviendo una pesadilla, que nada de esto era cierto, que mi amado Andrei no podía tener este comportamiento, que no era posible que solo por un viaje en avión, el cariñoso de Andrei se hubiera convertido en lo que…

Pronto salí de dudas, pocos minutos después no me pude sentí más humillada, más utilizada, ultrajada, manoseada y baboseada, fui tratada, como si de una mera mercancía se tratara.

—¿Te deshiciste de su teléfono móvil?

—Sí, tal y como me ordenaste lo tiré en una papelera en el aeropuerto, antes de entrar a la zona de embarque.

—Entonces será difícil que sigan su rastro hasta aquí.

—Así es, hemos viajado con la documentación falsa que me proporcionaste, será prácticamente imposible.


Comencé a sentir una especie de vértigo, casi perdí el sentido, pero fue al ver como entregaban a Hugo un fajo de billetes y se despedía de mí, con un simple


—Chao, baby, —cuando comencé a ser consciente de la realidad.


Me desnudaron, me manosearon de manera tosca y grosera, mientras hablaban en un extraño y desconocido idioma para mí, pero que por ello no dejaba de tener claro en ese momento, que era victima más de la trata de blancas.

Había oído hablar de mujeres de los Balcanes y de la órbita de los países del este, que sufrían de esta nueva lacra social, pero en sentido inverso…

Sí, durante un tiempo me obligaron a prostituirme, me salió una mujer desconocida para mí, me convertir en esa mujer sumisa dócil y complaciente y de este modo, a la vez que me libraba de palizas y malos tratos, que he de reconocer que en un principio sufrí, me gané la confianza de mis raptores y de este modo, esperar mi momento,

Fue una labor ardua, tranquila, pero sin pausa. Me informé poco a poco de lo necesario y tras varias semanas contando con su absoluta confianza, me empecé a ganar las simpatías del chófer que me trasladaba de un lugar a otro de la ciudad.

Empecé a compartir alguna copa, antes de devolverme al sitio donde estaba recluida, y un día que el servicio que tenia que dar, estaba muy próximo al consulado español en la ciudad, antes de volverme a subir al coche para volver, salí corriendo alcanzado mi objetivo y poniéndome a salvo.

Así volví a Madrid, no he vuelto a ver a mi padre, ni a la bruja de su mujer, vivo con mi abuela, aunque jamás la he contado mi aventura en el extranjero.


—Abuela soy joven, el cuerpo me pedía aventura, en la casa de mi padre no podía vivir un solo día más, perdóname por no habértelo contado a ti, y que no sufrieras estos meses como has sufrido por mí.

Pero en el fondo, aún hoy en día seis años después, en la soledad de mi alcoba, lloro amargamente, lloro porque no creo que nadie se merezca lo que yo he sufrido, el maltrato, las continuas violaciones, hasta que entre en vereda y me dejé somete, fui usada, como si de meramente carne se tratara,

No tuve opción, jamás me he sentido una prostituta, nunca ha sido mi voluntad serlo, aunque por mera supervivencia haya sido la mujer más sumisa y complaciente, en la cama de cualquier desconocido que pagara por mis servicios.

Soy consciente que tal vez, lo mejor es que hubiera utilizado ayuda profesional para superar este trauma, pero de la misma manera estoy convencida, que el simple hecho de escribir mi historia y de alguna manera compartirla, será una especie de terapia para mí, no obstante, en la soledad de mi alcoba, todavía algunas noches resuena la lapidaria frase de mi abuela:

“Hija, ojalá me confunda, pero has nacido para ser infeliz y además eres mujer”.

Hoy mi única preocupación es cuidar de mi abuela, que jamás sepa de mis andanzas fuera de España y en la manera de lo posible, reconducir mi vida y ser por primera vez una mujer feliz.

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